Él solía afirmar que mi estado era caótico todo el tiempo, hacía falta una mirada, un simple roce para identificar la melancolía que en ese momento sentía. Me atormentaba el hecho de no poder hablar con él las razones desconocidas de esa aparición, porque siempre que intentaba hacerlo, me atacaba afirmando que su desesperación era más grande y entendía la melancolía que me miraba fijamente arrancándome la garganta.
Intercambiábamos palabras de todo tipo; estár con él era como una competencia constante de nuevos descubrimientos, éramos dos guerreros que luchaban por la sabiduría verdadera. Las similitudes de nuestras personalidades jamás iban a complacerme. ¡Cómo odiaba parecerme tanto a él! jugábamos todo el tiempo con el límite entre lo racional y lo irracional. Los dos llorábamos en silencio desesperados. Yo me sentía culpable de su tristeza y él de la mía, será por eso que jamás pudimos hablar del tema; será por eso que nunca íbamos a ser la familia que yo quisiese que fuéramos. Es cierto también que jamás pude comportarme como un hombre corriente, sencillamente porque nunca lo fui y cada segundo en el que moría sin dejar rastro, se consideraba directamente proporcional a mi relación con El Creador.
Quizá si una sola alma en el mundo me hubiera entendido mi vida hubiese sido un caos...
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