Concluidas las visitas, abracé la Cruz y nos dirigimos a vivir la Pascua acompañados de jóvenes, guitarras y fe. Sabía que María iba a acompañarme durante estos días, pero jamás imaginé que de manera tan maternal iba a sentir la muerte de Jesús. Los muros ya estaban rotos, ya nos habíamos mirado, habíamos preguntado en silencio, siempre en silencio cuándo se acabará, estábamos al pie de la Cruz y se repetía siempre lo mismo, abrazada a ti en tu Cruz, quiero por amor permanecer, eres el amor de mi vida, hacia ti tiende mi ser. Todo se había acabado, un corazón muerto, el agua viva, y allí estaba la Madre, y aquí yo viviendo ése dolor, y el que vivió Jesús cuando pensaba en ella clavado en la Cruz, cuando le entregó a su amigo, y María, lo aceptó, como siempre aceptó todo. Besamos los pies de la Cruz entre gritos silenciosos y ninguna intención y nos dirigimos al segundo Vía Crucis del día, con más gente ahora y abrazando a nuestros hermanos Evangelistas.
Jesús ya no estaba, el cuerpo había sido trasladado al Sepulcro y ardiendo nuestros ojos, elevamos el rostro sin nada para decir, un silencio agonizante y oscuro, dejando un espacio entre las palabras y con cierta docilidad en la voz.
Se hizo de noche, adentro y afuera del alma. María sigue aquí. El tiempo se fue, con lágrimas secaban mis lágrimas, las canciones destilaban un perfume y neblina. Hoy me quedo aquí, el rostro ya cambió, no hubo palabras, nos fuimos en silencio para volver luego. Huele a heridas, junto al sepulcro y las velas, ya era demasiado tarde para todo.
Y mi Amor, ya no estabas.
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