Cierto día Maitén especuló con la posibilidad de no volver a despertar. Puso a calentar aceite para freír unos buñuelos que había preparado durante la mañana, desconectó los artefactos eléctricos de la casa, abrió dos centímetros cada una de las ventanas, quitó las telarañas de los techos, almorzó, lavó su plato, llamó a Ernesto para despedirse y se acostó a dormir la siesta.
Se llevó un vaso con whisky a la habitación, vació la caja de pastillas para dormir y se quitó los anteojos dejándolos en la mesita de luz, ya estaba lista. Recordó que no había repasado los muebles del comedor y que había dejado la llave puesta en la cerradura. Se levantó y previno los dos posibles inconvenientes que podrían suscitarse: que Ernesto no pudiera entrar y que quienes vinieran después pensaran que era una mugrienta.
Escuchó la puerta, pero se quedó quieta mientras escuchaba sus pasos por el pasillo. Él se arrodilló junto a la cama mientras lloraba como un niño, estaba segura de que traía el cuchillo consigo. Tal como sospechaba, lo hizo. Esperó unos minutos antes de sentarse y contemplarlo. Se bajó de la cama por el otro lado y llamó a la policía. Dos horas y media después un patrullero y una ambulancia llegaban a su casa. Al fin podría limpiar la sangre.
Su plan había sido magnífico: no era una asesina, pero tampoco era Julieta. Qué orgullosa se sentía de conocer tan a fondo la psiquis de ese hombre
Genial
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