Escuché algunos ruidos que salían, aparentemente, de tu boca, miré el reloj, intenté interpretar la hora y simultáneamente pensé si estarías allí, si serías real.
Me tomé el trabajo de tejerte un gorro para el invierno esa tarde, pensaba recibirte sin ningún regalo pero creí que éra una buena técnica para que desde un principio te sintieses cómodo y bienvenido. Todos conocíamos tu fanatismo por los gorros, cada día uno distinto: De colores sobrios, fríos, primaverales, de todo tipo, a veces reflejaban tu estado de ánimo y a veces eran una premonición de cómo estarías al día siguiente. Ninguno de nosotros entendió jamás cuál era la situación que te llevaba a aferrarte tanto a tan vacía prenda de ropa. "El gorro oculta, me mantiene cálido, me protege del frío seco que abunda este invierno; me rescata de todo juicio sobre mi cabeza..." ¿Qué estabas ocultando? ¿Qué era eso que tanto querías calentar? ¿Ideas? ¿Ilusiones? ¿Metas? En un tiempo tuve mis serias dudas de que se trataba de entradas capilares, también pensé que podías estár calentando una especia de huevo ahí dentro o tal vez germinando una flor en tu cabeza.
Una noche comencé a quitarte prenda por prenda. Como una niña tímida, virgen, tomabas mi mano cada vez que me acercaba a tu cabeza, la escena se repitía continuamente hasta que entendí que debía dejarte tu espacio y darte la oportunidad de decidir el momento en el que te lo quitarías. Recuerdo de esa noche habernos hecho el amor y luego dormirnos pensando en situaciones ajenas a nosotros, con la cabeza caliente y el cuerpo frío, echando agua a la pequeña chispa que nos unía.
"No te quitaste el gorro" Te dije susurrando mientras acariciaba tu barriga. Me miraste, hiciste una mueca y me dijiste que si pensaba que la solución era estár contigo para poder ver tu cabeza estaba equivocada.
Pasaron días sin vernos y después de tanto darle vueltas al asunto decidí ir a buscarte. Estabas sentado en tu ventana, fumando hierva y contemplando las nubes, me miraste, tocaste tu gorro violeta y con la mano derecha me pediste que me dirijiera hacia tí. Mi alegría era inmensa, te abracé como una niñita que se reencuentra con sus padres después de algunos largos días, como si dependiera total y completamente de tí. No me importo lo humillante de nuestro último encuentro, era hora de comenzar de nuevo.
Con el tiempo fui renunciando a mi obsesión por conocer tu cabeza y a mi "sí" siempre presente a la hora de responder tus irrespetuosas propuestas.
Una noche, acostados en mi cama de dos plazas tú tomando vino y yo admirándolo, te quitaste el gorro. No recuerdo haberte visto nada raro, estaba deslumbrada mirando tus labios, tus ojos, la proporción de tu cuerpo que ni siquiera pude fijarme qué era lo que escondías. Ya no me importaba saberlo, no deseaba conocer esa parte tuya; la pureza que me mostrabas era más y más fuerte que todo lo desconocido hasta ese momento.
Luego de unos meses viajaste por cuestiones laborales, volviste, te fuiste otra vez. Creo que ésta vez te quedarás definitivamente, tu gorro nuevo te espera, yo te espero, quiero ver tu alma, no tu cabeza.
El SAMURAI.
No hay comentarios:
Publicar un comentario